Domingo de Resurrección
"Cristo, nuestra víctima pascual, ha sido inmolado: celebremos, pues, la Pascua con los panes ácimos de la sinceridad y la verdad" (1 Co 5, 7-8)
La Iglesia en estos días no deja de hacer sonar su alegría, el cántico nuevo, el santo Aleluya.
Todos sus oficios, todas sus oraciones van entremezclados con este grito de júbilo: ¡Aleluya!
¡Qué oración tan breve y tan excelente! ¡Qué energía tiene! Porque no significa solamente: alabemos a Dios, sino que expresa las alabanzas divinas de manera inefable, con el acento del amor, con el entusiasmo del corazón.
Es un lenguaje celestial que no hay lengua que pueda traducirlo; es un grito de alegría, un entusiasmo de admiración; un impulso del más vivo agradecimiento.
Y ¿por qué, ya desde ahora, nos hace la Iglesia entonar los celestiales conciertos de la vida bienaventurada? Es sin duda porque por la fe ya habitamos en el cielo.
Ya hay un amor que se goza; es el de los bienaventurados. Hay otro amor que desea; es nuestra porción.
Y tanto el uno como el otro, cantan ¡Aleluya! porque ni uno ni otro pueden reprimir sus transportes de júbilo al ver al Cordero, de pie, delante del trono, como inmolado. Este Cordero como inmolado es Jesucristo que, en el cielo, conserva sus llagas, señales conmovedoras de su inmolación. Y al contemplarlo, todos los bienaventurados celebran la embriaguez de su gozo.
Y nosotros, los habitantes de la tierra, estamos llamados a compartir esos divinos transportes y debemos contemplar también, con los ojos del corazón, las adorables llagas de nuestro buen Maestro.
Bien podemos asegurar que Él nos ama infinitamente más que lo que nos amamos a nosotros mismos. Cantemos pues, el Aleluya del agradecimiento, en los transportes inefables de una alegría sin medida. Sus Llagas constituyen un monumento eterno de su amor, de la caridad más tierna y más generosa.
¡Oh amabilísimas heridas de mi Salvador!
¡Oh Llagas que no respiran sino Amor!
(Sermón para el domingo de Cuasimodo sobre Las Cinco Llagas de Nuestro Señor Jesucristo.)